11 de febrero de 2011

El hombre de la manta

Cualquier lugar es bueno en su memoria para detener el paso y echarse al suelo, que no ha conocido hacienda, ni posada, ni venta, desde que todo hombre está en venta.

Que no tiene adarga, mientras la mano alarga para pedir pan para mañana, que no conoce rocín ni flaco, ni gordo, si no es en plato de mesa en filete adobado, que a su galgo, que no es galgo, que es pellejo de calle, y de pulgas correo, lo tumba a su lado para darle calor y consuelo. Que en su cabeza no hay bacía, vacía lleva la tripa, y destripada el alma, pues no conoce barbero, ni barreño, ni jabón para el pelo. Que de entuertos está repleto, hastiado, aplastado, de los desfacidos y de los facidos por el mundo y el dinero. Que si tuviera espejos, en la locura entraría con una sola lágrima que viera de su rostro hambriento, de su ser harapiento, mientras tras el azogue es la mano del opulento la que sostiene su tormento. Que no hay molinos de viento, sino frío y nieve en el invierno, que no hay ejército de lana de a cuatro patas, sino calor y sed en el verano, que vagando de isla en ínsula, y de sendero en sendero, sobre sus pies de roída suela, el enjuto hidalgo cabalga. Hidalgo solitario, sin ama para custodiar sus bienes, sin sobrina para soportar su cansancio, sin cura de responso para apaciguar su alma atormentada, sin bachiller que tire cuatro versos en su epitáfio postrero, si no es 'desconocido' cuando ate su pliego al dedo del pie derecho.

Sin manco que escriba un relato en dos partes de historia, una de hambre y otra de asfalto.