Unos sueñan con estrellas, estrellas de cinco puntas, estrellas de color encarnado, hechas de rubí brillante que lucen en mitad de la noche, bajo la nieve de cualquier invierno, en la esquina de una plaza, o en lo alto de un reloj que sostiene una puerta, una puerta sobre una muralla, en la que reposan los que en otro tiempo fueron parte de una vieja historia.
Reposan, también a su lado, otros restos
tumbados bajo el mármol negro, con un puño cerrado y una mano abierta,
convertidos en huesos eternos de deseos dormidos, aquella que lo amó vivo pidió
que por todo homenaje se levantaran hacia el cielo hospitales y escuelas, no
fríos mausoleos, que impiden a los muertos contemplar el universo.
Solo permanece en la plaza, durante las noches
de silencio que congelaron el tiempo, solo escuchando a otros desgastar su
nombre, cambiar su recuerdo, olvidar sus gestos y acuñar otros nuevos,
soportando inmóvil durante largos años, cómo se usa su voz como símbolo de
aquello que cada uno pretende y nada de cuanto dijo se entiende.
Soñaba una tierra unida bajo el poder del
pueblo, con un lugar sobre el suelo, con un lugar bajo el cielo, para cada ser
humano, no para las naciones, no para los imperios, no para las lenguas o los
viejos reinos, un tierra donde cada paso aunque fuera distinto caminara en el
mismo sentido, un camino hacia un futuro nuevo, no hacia el futuro ajado, y sí,
también sabía que a veces, a veces estaba equivocado. Sin embargo, un 30 de
diciembre intentó un nuevo comienzo, que apenas duró un deshielo.
A
las 10 de la noche, será un nuevo año.