20 de diciembre de 2012

Navizidad

Hay un pueblo sobre esta tierra que adora tanto la miseria que aún vive en la edad media, y espera con devoción y ansia que llegue el mes que pronto acaba, ese que se celebra con cava y que es el doce del año, aunque la romana cuenta esté equivocada.

Después de doblar la espalda ante el dios sol de la mañana, labra la tierra, y tras hincar la rodilla en devota plegaria siembra la semilla en el surco y riega con el primer agua de esta patria mojada, la futura flor que lo alimentará mañana.

Entre estas gentes de niebla y dura cama de piedra, al llegar el invierno se asoma el comienzo de esta trinidad venerada, primero llega el mensajero del fruto que vendrá luego, las hojas de tierno lustre y delicioso caldo, con haba verde y patata, después llega el tallo que tras el nuevo año acompaña en beatífico plato todas las partes del cerdo que bien puestas y bien asadas abrirán las puertas del cielo, y cuando la primavera se torna, luz y calor en pos de penitencia fría e invernal helada, el cuerpo se hace carne, carne de nabo, para comer de un bocado, qué pecado, qué pecado, qué gran pecado.

Y en esa tendida tierra que en forma de cuña se tumba, hiriendo el mar con el filo de mil rocas y mil losas gastadas, cada año en ceremonia perfecta, la santísima trinidad alimenta, en carne y hueso, en sangre y vino, al primer caldo, la naviza, al segundo plato, el grelo, y al bocado certero, el nabo entero, así comienza este misterio, esta trinidad culinaria que cada año brota y empieza en la navizidad del invierno.