Hay un pueblo sobre esta tierra que adora tanto la miseria
que aún vive en la edad media, y espera con devoción y ansia que llegue el mes
que pronto acaba, ese que se celebra con cava y que es el doce del año, aunque
la romana cuenta esté equivocada.
Después de doblar la espalda ante el dios sol de la mañana,
labra la tierra, y tras hincar la rodilla en devota plegaria siembra la semilla
en el surco y riega con el primer agua de esta patria mojada, la futura flor
que lo alimentará mañana.
Entre estas gentes de niebla y dura cama de piedra, al
llegar el invierno se asoma el comienzo de esta trinidad venerada, primero
llega el mensajero del fruto que vendrá luego, las hojas de tierno lustre y
delicioso caldo, con haba verde y patata, después llega el tallo que tras el
nuevo año acompaña en beatífico plato todas las partes del cerdo que bien
puestas y bien asadas abrirán las puertas del cielo, y cuando la primavera se
torna, luz y calor en pos de penitencia fría e invernal helada, el cuerpo se
hace carne, carne de nabo, para comer de un bocado, qué pecado, qué pecado, qué
gran pecado.
Y en esa tendida tierra que en forma de cuña se tumba,
hiriendo el mar con el filo de mil rocas y mil losas gastadas, cada año en
ceremonia perfecta, la santísima trinidad alimenta, en carne y hueso, en sangre
y vino, al primer caldo, la naviza, al segundo plato, el grelo, y al bocado
certero, el nabo entero, así comienza este misterio, esta trinidad culinaria
que cada año brota y empieza en la navizidad del invierno.