7 de noviembre de 2010

El Caldero

En tiempos remotos, había en la gran Rusia, dos ciudades separadas por más de mil verstas, la una se llamaba Komgrad, y estaba situada al este, mientras que la otra se llamaba Kapgrad, y estaba en poniente. Las dos cuidades vivían sin relacionarse, lejos la una de la otra, simplemente, se soportaban. Sin embargo, porque nunca se sabe cuando uno ha de contar con el diablo, ambas estaban unidas por un cable de telégrafos, tan largo como la distancia que había entre ellas.

Los habitantes de Komgrad, nunca visitaban Kapgrad, y estos jamás ponían sus pies en Komgrad, ambas se bastaban solas para existir. Pero una noche de tormenta, se produjo un inusitado acontecimiento, una tormenta inesperada, con todo su tronar y relampaguear en mitad de la oscuridad, alcanzó con uno de sus rayos el cable, con tan mala fortuna, que una enorme descarga recorrió el hilo hasta alcanzar el edificio de cada ayuntamiento. Toda aquella fuerza desató un terrible incendio, cuyas pavorosas llamas alcanzaron más de treinta metros de altura y cuyo resplandor podía verse desde la ciudad vecina al otro lado del mundo, haciéndolos creer que el fin de la humanidad estaba cerca.

En la ciudad de Komgrad, la gente acudió inmediatamente a la llamada de su alcalde, éste repartió los cubos que había en el almacén general y formaron una fila tan larga como fue preciso para llegar desde el corazón de la misma hasta el río que calmaba su sed, de uno a otro se pasaban los cubos hasta que el agua caía como la lluvia sobre las llamas, cuando alguien abandonaba la fila agotado o desganado, el resto cubría su puesto alargando el espacio que los separaba, no sin antes ajustar las cuentas con aquél que rehusaba formar parte de ellos. Con el paso de las horas, el fuego fue cediendo lenta y pausadamente hasta que finalmente se extinguió por completo.

Mientras tanto en Kapgrad, cada ciudadano libre acudió con su propio cubo, algunos no tenían, y otros sí, cada uno recorría por su cuenta el trayecto que separaba la ciudad del río, había unos que después de tres o cuatro viajes debían descansar y no regresaban, otros decidieron dejar que la mayoría terminara el trabajo mientras esperaban pacientemente con su cubo a que todo llegara a su fin, incluso hubo peleas y reyertas entre aquellos que no tenían y los que sí. El fuego se agitaba según llegaban los baldes, a veces llegaban todos y las llamas parecían morir, otras, apenas cuatro o cinco y éste se reavivaba, hasta que finalmente también allí se dio por vencido.

Cuentan también algo que nadie supo explicar, porque nadie pudo imaginarlo antes de que fuera verdad. A la mañana siguiente al devastador incendio, el alcalde de Komgrad vendió los terrenos del calcinado ayuntamiento para que la gente de Kapgrad construyera allí un gran centro comercial, y la ciudad se quedó sin cubos. Dicen sin embargo, que a pesar de todos los años transcurridos, de vez en cuando, por los amplios pasillos de aquella flamante y resplandeciente construcción, el último hombre de Komgrad, muy anciano ya, con un lazo rojo en la solapa, se pasea con un caldero agujereado, mientras algunos ciudadanos de Kapgrad, rebuscan en la basura, algún caldero donde preparar una sopa de cebolla, y gritan a quien quiera oírles, ¡Se arreglan tinajas, ollas, sartenes, pucheros...!, él murmura y musita ¡y yo tamién lañooor!