Abrir los ojos y ver que las paredes de un hogar son tan
finas que trasparentan el mundo ante los ojos, por techo a cualquier hora, un
infinito mar de estrellas, o un telón azul de nubes blancas y poder verlo todo.
Que bajo la cabeza, por almohada hay una piedra, que el somier de adoquines
está forjado y que el colchón se ahueca y es mullido entre hojas y hierbas, que
por cobertor hay como sábana y manta, en el pecho, las hojas de nacional, al
vientre, internacional, y en los pies, esquelas, cotilleos y otros versos,
mientras se deja deportes a un lado para leerlo al despertar cada mañana.
Invitar al salón, donde el sofá es un banco listado, a todas cuantas palomas,
gorriones y canes quieran ser comensales. Y pantalla de plasma tan ancha que se
pueda ver una ciudad delante, sus calles, sus gentes, todo sin dar un paso, y
entre los mejores caldos de la bodega, degustar una añada tetrabik de los
mejores viñedos de Escalda.
Ulitsin, aquel que cualquier día de enero dormirá
para siempre un sueño, bajo un helado frío de Siberia, y otro cualquiera, un
somnoliento barrendero borrará de la calle cualquier recuerdo de un hombre
sobre una acera.