4 de octubre de 2011

PrimaPars.WestPars. Feldgrau, Schöne Feldgrau.



Quizás llegó la hora de preguntarnos, heroicos juglares prusianos que persisten en contarnos que una mañanita de 1943 se despertaron de su sueño, si fue en aquel preciso instante que buscaron la justicia que olvidaron, o simplemente que entonces y sólo entonces les tembló la mano... a la nación alemana hoy le preguntamos: qué hicimos aquel año de 1933 cuando se asomaron al balcón de la kanzelerei los negros nubarrones de los mediocres pintores, mientras los ancianos mariscales seniles agonizaban en sus lechos de medallas y tambores, qué hicimos cuando tras el incendio del sagrado parlamento de la voz, el pensamiento y la palabra, arrebatamos los derechos a los que creían en la revolución haciendo de todos uno y de cada uno un culpable y un traidor, obrero o no, condenándolo al exilio o la prisión sólo por un delito de opinión, qué hicimos aquel septiembre de 1935 cuando la ley trazó una frontera de sangre, mientras miles perdían su lugar en universidades, escuelas y trabajos, por su fe, por el perfil de su nariz o de su nuez, y comenzaron su camino hacia chimeneas de adobe y ladrillo, tampoco entonces vimos nada, tan invisibles eran nuestros hermanos, nuestros amigos que no lo supimos, tan silenciosas sus filas que no oímos sus pasos en la noche, tan fríos nuestros corazones que los confundimos con la niebla, qué hicimos de la BlumenKrieg de 1937, qué hicimos aquel nuevo septiembre del 1938, septiembre, dichoso septiembre, qué fue entonces de los tranquilos bosques de los sudetes, de la ciudad de Praga, qué hicimos entonces sino alegrarnos la vista con las fronteras de la nación alemana que crecía hasta los tiempos de 1918 y se acercaban a las del viejo imperio, a aquel día de Versalles, aquel viejo 1870, qué hicimos cuando de nuevo en septiembre de 1939 convertimos Varsovia en un ghetto, qué hicimos cuando desfilamos por París para tomar un té a la sombra de las tullerías, o al aroma de las flores remontando los Campos Elíseos, qué hicimos cuando descubrimos los fiordos noruegos, los lagos finlandeses, o cuando arrasamos Rotterdam, o mientras ardían Coventry o Londres, qué hicimos entonces, qué hicimos aquel 22 de junio de 1941, sino avanzar hacia el este, qué hicimos al sitiar Leningrado, qué hicimos en aquel invierno de 1941 al llegar a las afueras de Moscú, qué hicimos aquel verano de 1942 mientras tomábamos toda Ucrania hasta Crimea, y casi un año después, qué hicimos con la llegada de la nieve en 1942 a orillas del Volga en el interior de Stalingrado... la respuesta es nada, siempre nada, nunca nada, todos jurando fidelidad eterna al supremo ser, y arrastrando el honor del pasado por el fango de la batalla durante una década, llenando de barro las dos franjas rojas de la altiva pernera y las hojas de roble doradas de las solapas, sólo el helado febrero de 1943 convenció a los irreductibles, cuando victoria empezó a escribirse con K de Kapitulation, sí otra vez kapitulieren, otra vez, porque al mismo error, el mismo final, sólo entonces dimos la vuelta y los muy heróicos germanos regresaron sobre sus pies helados para maldecir el bigote, el flequillo, la mirada y la voz de su amo, entonces sí, entonces aquellos que extendieron el horror sobre la faz de la tierra decidieron romper las cadenas que los conducían al abismo y destruir al tirano, demasiado tarde para salvar a los inocentes, demasiado tarde para lograr de los canallas el perdón y borrar los pecados que todos llevamos.

Aún hoy arrancamos de pequeñas callejuelas de un OstBerlin indefenso y ajado los nombres de aquellos que antes del horror adivinaron el futuro y con sus manos desnudas de abogado judío o de viejo partisano, lucharon, defiendiendo a los desamparados de los atropellos de crueles villanos, borramos su rastro y su rostro sólo por los pecados de quienes los honraron, mas no dudamos en ensalzar orgullosos a aquellos que con sus uniformes de corte bien entallado, sus nobles apellidos con von o graf o herzog repletos, a esos sí que los alabamos, cuando sólo se rebelaron al sentir los laureles sobre sus craneos marchitos, pues sabed antiguos guerreros que tanto os gusta prodigaros y en banderas de muerte y sangre amortajaros, que aún entre nosotros hay quien estima más… el hinojo de los panes ácimos.