Sueñan los
soldados, que las alambradas de las que cuelgan trozos humanos son zarzas y
arbustos, de moras y bayas, ahora rojas, luego maduras, y finalmente negras.
Sueñan que en las trincheras que les sirven de madrigueras, las ratas empapadas
de erizado pelo, son alegres conejos, liebres y galgos, que trotan a saltos,
entre arroyos claros, donde algunos ven lodazales de fango y barro. Sueñan
tendidos, bajo la tierra fría, observando el cielo con sus cuencas vacías,
mientras arañan el aire con sus huesos descarnados como tallos plantados.
Sueñan el día que sobre la hierba fina, crecida y alta, o sobre la paja seca,
descansando el cuerpo, el sol en lo alto caliente con rayos, la piel huidiza,
acartonada y lisa. Sueñan creyendo que el jergón de tierra y polvo bajo sus
restos humanos, son lechos de flores y dulces ramos. Sueñan que el viento que
atraviesa su alma entre hueco y hueco son dulces caricias de viejos recuerdos,
los labios templados de bocas ardientes de amores pasados, las manos suaves de
sus ancianas madres asiendo en su pecho sus cuerpos menudos, los dedos fuertes
de sus padres andando siempre a su lado, cogiendo sus rosadas palmas. Sueñan
que entonces eran niños y ahora infantes. Sueñan que juegan a guerras fingidas,
a batallas perdidas, combates de héroes y cantos de heroínas, a cuentos de
hadas, a heridas sin llaga, a uniformes caídos que ríen, que hablan y andan.
Sueñan despiertos, conscientes al fin, de que ahora, ahora sí ... ahora, están
muertos. Sueñan callados entre murmullos de rostros desdentados con el dulce
aroma de las amapolas rojas.